martes, 27 de noviembre de 2012

Capítulo 1: El maleficio de Dante. (BRYAM)



CAPÍTULO 1: 

El despertar

-           Hola, soy Dante e intento escapar de mi pasado. Os voy a contar lo que me ha pasado.
Antes de empezar, me gustaría que supieseis como soy. Suelo llevar una gabardina roja, el pelo corto y blanco y un alma tan negra como mi pasado. 


Mi padre es un cazador de demonios llamado Esparda. Es un hombre alto y corpulento al que solía vérsele con una gabardina morada y plumas rojas en los lados.
¿Sus aficiones? asesinar engendros del mal con su espada, sus pistolas y su gran poder demoníaco.


Todo empezó cuando tenía apenas dieciocho años. Estaba preparando la maleta para irme a Europa a ver a mi abuelo Agustín, cuando de repente al bajar las escaleras de mi casa pude ver un pozo negro. En el pozo, estaba mi padre, y quería tirarse.
-¡Noooooooo! -Dije angustiado. Era la puerta al infierno.
Al caer, había desaparecido el pozo y por lo tanto, mi padre.
En el suelo, dejó una nota en el que ponía:

“Hijo mío he hecho esto para que tú sigas mis pasos y que aprendas lo que yo he hecho en la vida.
Tu misión  es acabar con la maldad en la tierra y matar a los Inferiores del Príncipe de las Tinieblas. Yo ahora mismo estaré derrotando a los cancerberos.
No dejo ésta fortuna a tu hermano Sergil  porque  se ha unido al otro mando. Cada vez que derrotes a alguna criatura te iré otorgando las que serán tus pistolas, tu espada y otras cosas que encontrarás”.





En mi primer viaje, tuve que adentrarme en el bosque tropical del Amazonas, situado en Brasil. En esta misión debía encontrar  a una víbora, que sería mi primer sacrificio para conseguir el collar de mi difunta madre.


Al llegar al hogar de la víbora ella estaba fuera. Yo intenté matarla con sigilo pero me cogió del cuello con su cola gigante. De repente la serpiente, al abrir sus fauces con la intención de atacarme, falló su ataque y conseguí cortarle un diente con la única espada que poseía, vieja y con el filo desgastado.
Al soltarme no podía creerlo todo el suelo estaba cubierto de bichos, larvas, arañas, hormigas y escarabajos voladores. Esos bichos, me rodearon y cubrieron todo el cuerpo. De repente apareció una chica que los fumigó sin hacerme daño. Vi como era. Ella era una preciosa joven de pelo rubio y vestía  un corpiño color ciruela. Cuando mató a la mala bestia, le cortó la encía y ahí encontró el colgante.

Fui corriendo a coger el colgante y la chica desapareció antes de que pudiera agradecérselo. En ese momento sentí que no sería la última vez que la viese…

  




CONTINUARÁ...








lunes, 26 de noviembre de 2012

Capítulo 1: Furia y la ganadería de Miura. (IRIS)


CAPÍTULO 1:

Furia y la ganadería de Miura

Corría el año 1842 cuando Juan Miura fundó la ganadería que hoy lleva su nombre, “La ganadería de Miura”. Tenía vacas procedentes de Francisco Gallardo del Puerto de Santa María.

Una yegua llamada Furia fue abandonada por sus dueños al Oeste de California.  La yegua sabía hablar pero nadie lo sabía. Furia llegó a la ganadería  y vio un cartel que ponía “Bienvenidos  al mundo del toro, ganadería Miura”. Furia decidió entrar y vio un hombre dentro. Se llamaba Eduardo Miura y fue allí dónde se lidiaron los toros en la plaza de Madrid  en 1792 por primera vez.


Los hermanos Miura, decidieron quedarse con la yegua. Al día siguiente Furia se despertó y  Juan y Eduardo decidieron juntarla con un caballo. El  embarazo de la yegua duró doce meses.



Una vez transcurridos estos doce meses, la yegua tuvo un potrillo precioso al que los hermanos decidieron llamar Relámpago porque había nacido con una marquita en forma de relámpago en la frente de color blanco.
Los  ganaderos se pusieron en marcha  para poder adiestrar  a  Relámpago. Lo primero que hicieron fue ponerle la montura y la cabezada. Eduardo Miura fue el primero en montar.  Puso el pie en el estribo y Relámpago  al sentir el peso se movió arrojando al suelo a Juan Miura, lo que provocó las risas de su hermano Eduardo.

Llegó el turno del hermano. Comenzó poniendo el pie en el estribo como ya había hecho Juan, pero antes de subir le dijo unas palabras al caballo. De esta forma consiguió subir. En ese momento Juan Miura se sorprendió muchísimo y le preguntó a su hermano que cómo había sido capaz de hacerlo.  Juan le dijo que únicamente había hablado con cariño al caballo y le había acariciado.
Comenzó a anochecer y debían llevar a Relámpago a los establos. Juan Miura se encargó de guardar a Relámpago, mientras el hermano fue a casa porque tenía prisa.

Al cabo de treinta días, Relámpago ya estaba preparado para ser montado. Comezaron a salir con él al campo, hacían quiebros, saltos… Eduardo  y  Juan Miura se dieron cuenta de que tenían en sus manos un auténtico ejemplar al que podrían enseñar a hacer grandes cosas.

Los hermanos tras hablarlo detenidamente y al ver el enorme talento del caballo, decidieron enseñarlo a competir en la prueba de “ACOSO Y DERRIBO”, prueba que por otra parte ya habían enseñado a otros caballos. Relámpago no sabía en que consistía así que tuvieron que empezar a enseñarle de cero.

Para realizar este tipo de prueba necesitaban una vaca o un toro puesto que consiste en correr sobre el caballo y tratar de derribar a una res con una vara o garrocha.



Primero probaron con una vaca que tenía dos años de edad y después con un toro de cinco años.
Al día siguiente Eduardo y Juan fueron a buscar a Relámpago a los establos. Primero le pusieron la montura, la cabezada... y después empezó a montarlo Eduardo mientras Juan fue a soltar la vaca.
La vaca fue hacia el caballo y Eduardo con un toque de maestría consiguió clavar la garrocha en la vaca.

CONTINUARÁ...



viernes, 23 de noviembre de 2012

Riquete el del Copete. Cuentos populares



Había una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y tan contrahecho que mucho se dudó si tendría forma humana. Un hada, que asistió a su nacimiento, aseguró que el niño no dejaría de tener gracia pues sería muy inteligente, y agregó que en virtud del don que acababa de concederle él podría darle tanta inteligencia como la propia a la persona que más quisiera.
Todo esto consoló un poco a la pobre reina que estaba muy afligida por haber echado al mundo un bebé tan feo. Es cierto que este niño, no bien empezó a hablar, decía mil cosas lindas, y había en todos sus actos algo tan espiritual que irradiaba encanto. Olvidaba decir que vino al mundo con un copete de pelo en la cabeza, así es que lo llamaron Riquet-el-del-Copete, pues Riquet era el nombre de familia.
Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos hijas. La primera que llegó al mundo era más bella que el día; la reina se sintió tan contenta que llegaron a temer que esta inmensa alegría le hiciera mal. Se hallaba presente la misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquet-el-del-Copete, y para moderar la alegría de la reina le declaró que esta princesita no tendría inteligencia, que sería tan estúpida como hermosa. Esto mortificó mucho a la reina; pero algunos momentos después tuvo una pena mucho mayor pues la segunda hija que dio a luz resultó extremadamente fea.
-No debe afligirse, señora -le dijo el hada- su hija tendrá una compensación: estará dotada de tanta inteligencia que casi no se notará su falta de belleza.
-Dios lo quiera -contestó la reina-; pero, ¿no había forma de darle un poco de inteligencia a la mayor que es tan hermosa?
-No tengo ningún poder, señora, en cuanto a la inteligencia, pero puedo todo por el lado de la belleza; y como nada dejaría yo de hacer por su satisfacción, le otorgaré el don de volver hermosa a la persona que le guste.
A medida que las princesas fueron creciendo, sus perfecciones crecieron con ellas y por doquier no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor. Es cierto que también sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se ponía cada día más fea, y la mayor cada vez más estúpida. O no contestaba lo que le preguntaban, o decía una tontería. Era además tan torpe que no habría podido colocar cuatro porcelanas en el borde de una chimenea sin quebrar una, ni beber un vaso de agua sin derramar la mitad en sus vestidos.
Aunque la belleza sea una gran ventaja para una joven, la menor, sin embargo, se destacaba casi siempre sobre su hermana en las reuniones. Al principio, todos se acercaban a la mayor para verla y admirarla, pero muy pronto iban al lado de la más inteligente, para escucharla decir mil cosas ingeniosas; y era motivo de asombro ver que en menos de un cuarto de hora la mayor no tenía ya a nadie a su lado y que todo el mundo estaba rodeando a la menor. La mayor, aunque era bastante tonta, se dio cuenta, y habría dado sin pena toda su belleza por tener la mitad del ingenio de su hermana.
La reina, aunque era muy prudente, no podía a veces dejar de reprocharle su tontera, con lo que esta pobre princesa casi se moría de pena. 
Un día que se había refugiado en un bosque para desahogar su desgracia, vio acercarse a un hombre bajito, muy feo y de aspecto desagradable, pero ricamente vestido. Era el joven príncipe Riquet-el-del-Copete que, habiéndose enamorado de ella por sus retratos que circulaban profusamente, había partido del reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.

Encantado de encontrarla así, completamente sola, la abordó con todo el respeto y cortesía imaginables.
Habiendo observado, luego de decirle las amabilidades de rigor, que ella estaba bastante melancólica, él le dijo:
-No comprendo, señora, cómo una persona tan bella como usted puede estar tan triste como parece; pues, aunque pueda vanagloriarme de haber visto una infinidad de personas hermosas, debo decir que jamás he visto a alguien cuya belleza se acerque a la suya.
-Usted lo dice complacido, señor -contestó la princesa, y no siguió hablando.
-La belleza, replicó Riquet-el-del-Copete, es una ventaja tan grande que compensa todo lo demás; y cuando se tiene, no veo que haya nada capaz de afligirnos.
-Preferiría -dijo la princesa-, ser tan fea como usted y tener inteligencia, que tener tanta belleza como yo y ser tan estúpida como soy.
-Nada hay, señora, que denote más inteligencia que creer que no se tiene, y es de la naturaleza misma de este bien que mientras más se tiene, menos se cree tener.
-No sé nada de eso -dijo la princesa- pero sí sé que soy muy tonta, y de ahí viene esta pena que me mata.
-Si es sólo eso lo que le aflige, puedo fácilmente poner fin a su dolor.
-¿Y cómo lo hará? -dijo la princesa.
-Tengo el poder, señora -dijo Riquet-el-del-Copete- de otorgar cuanta inteligencia es posible a la persona que más llegue a amar, y como es usted, señora, esa persona, de usted dependerá que tenga tanto ingenio como se puede tener, si consiente en casarse conmigo.
La princesa quedó atónita y no contestó nada.
-Veo -dijo Riquet-el-del-Copete- que esta proposición le causa pena, y no me extraña; pero le doy un año entero para decidirse.
La princesa tenía tan poca inteligencia, y a la vez tantos deseos de tenerla, que se imaginó que el término del año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía.
Tan pronto como prometiera a Riquet-el-del-Copete que se casaría con él dentro de un año exactamente, se sintió como otra persona; le resultó increíblemente fácil decir todo lo que quería y decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde ese mismo instante inició con Riquet-el-del-Copete una conversación graciosa y sostenida, en que se lució tanto que Riquet-el-del-Copete pensó que le había dado más inteligencia de la que había reservado para sí mismo.
Cuando ella regresó al palacio, en la corte no sabían qué pensar de este cambio tan repentino y extraordinario, ya que por todas las sandeces que se le habían oído anteriormente, se le escuchaban ahora otras tantas cosas sensatas y sumamente ingeniosas. Toda la corte se alegró a más no poder; sólo la menor no estaba muy contenta pues, no teniendo ya sobre su hermana la ventaja de la inteligencia, a su lado no parecía ahora más que una alimaña desagradable. El rey tomaba en cuenta sus opiniones y aun a veces celebraba el consejo en sus aposentos.
Habiéndose difundido la noticia de este cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos se esforzaban por hacerse amar, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella encontraba que ninguno tenía inteligencia suficiente y los escuchaba a todos sin comprometerse. Sin embargo, se presentó un pretendiente tan poderoso, tan rico, tan genial y tan apuesto que no pudo refrenar una inclinación hacia él. Al notarlo, su padre le dijo que ella sería dueña de elegir a su esposo y no tenía más que declararse. Pero como mientras más inteligencia se tiene más cuesta tomar una resolución definitiva en esta materia, ella luego de agradecer a su padre, le pidió un tiempo para reflexionar.
Fue casualmente a pasear por el mismo bosque donde había encontrado a Riquet-el-del-Copete, a fin de meditar con tranquilidad sobre lo que haría. Mientras se paseaba, hundida en sus pensamientos, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de gente que va y viene y está en actividad. Escuchando con atención, oyó que alguien decía: "Tráeme esa marmita"; otro: "Dame esa caldera"; y el otro: "Echa leña a ese fuego". En ese momento la tierra se abrió, y pudo ver, bajo sus pies, una especie de enorme cocina llena de cocineros, pinches y toda clase de servidores como para preparar un magnífico festín. Salió de allí un grupo de unos veinte encargados de las carnes que fueron a instalarse en un camino del bosque alrededor de un largo mesón quienes, tocino en mano y cola de zorro en la oreja, se pusieron a trabajar rítmicamente al son de una armoniosa canción.
La princesa, asombrada ante tal espectáculo, les preguntó para quién estaban trabajando.
-Es -contestó el que parecía el jefe- para el príncipe Riquet-el-del-Copete, cuyas bodas se celebrarán mañana.
La princesa, más asombrada aún, y recordando de pronto que ese día se cumplía un año en que había prometido casarse con el príncipe Riquet-el-del-Copete, casi se cayó de espaldas. No lo recordaba porque, cuando hizo tal promesa, era estúpida, y al recibir la inteligencia que el príncipe le diera, había olvidado todas sus tonterías.
No había alcanzado a caminar treinta pasos continuando su paseo, cuando Riquet-el-del-Copete se presentó ante ella, elegante, magnífico, como un príncipe que se va a casar.
-Aquí me ve, señora -dijo él- puntual para cumplir con mi palabra, y no dudo que usted esté aquí para cumplir con la suya y, al concederme su mano, hacerme el más feliz de los hombres.
-Le confieso francamente -respondió la princesa- que aún no he tomado una resolución al respecto, y no creo que jamás pueda tomarla en el sentido que usted desea.
-Me sorprende, señora -le dijo Riquet-el-del-Copete.
-Pues eso creo -replicó la princesa- y seguramente si tuviera que habérmelas con un patán, un hombre sin finura, estaría harto confundida. Una princesa no tiene más que una palabra, me diría él, y se casará conmigo puesto que así lo prometió. Pero como el que está hablando conmigo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura que atenderá razones. Usted sabe que cuando yo era sólo una tonta, no pude resolverme a aceptarlo como esposo; ¿cómo quiere que teniendo la lucidez que usted me ha otorgado, que me ha hecho aún más exigente respecto a las personas, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquella época? Si pensaba casarse conmigo de todos modos, ha hecho mal en quitarme mi simpleza y permitirme ver más claro que antes.
-Puesto que un hombre sin genio -respondió Riquet-el-del-Copete- estaría en su derecho, según acaba de decir, al reprochar su falta de palabra, ¿por qué quiere, señora, que no haga uno de él, yo también, en algo que significa toda la dicha de mi vida? ¿Es acaso razonable que las personas dotadas de inteligencia estén en peor condición que los que no la tienen? ¿Puede pretenderlo, usted que tiene tanta y que tanto deseó tenerla? Pero vamos a los hechos, por favor. ¿Aparte de mi fealdad, hay alguna cosa en mí que le desagrade? ¿Le disgustan mi origen, mi carácter, mis modales?
-De ningún modo -contestó la princesa- me agrada en usted todo lo que acaba de decir.
-Si es así -replicó Riquet-el-del-Copete- seré feliz, ya que usted puede hacer de mí el más atrayente de los hombres.
-¿Cómo puedo hacerlo? -le dijo la princesa.
-Ello es posible -contestó Riquet-el-del-Copete- si me ama lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dude, señora, ha de saber que la misma hada que al nacer yo, me otorgó el don de hacer inteligente a la persona que yo quisiera, le otorgó a usted el don de darle belleza al hombre que ame si quisiera concederle tal favor.
-Si es así -dijo la princesa- deseo con toda mi alma que se convierta en el príncipe más hermoso y más atractivo del mundo; y le hago este don en la medida en que soy capaz.
Apenas la princesa hubo pronunciado estas palabras, Riquet-el-del-Copete pareció antes sus ojos el hombre más hermoso, más apuesto y más agradable que jamás hubiera visto. Algunos aseguran que no fue el hechizo del hada, sino el amor lo que operó esta metamorfosis. Dicen que la princesa, habiendo reflexionado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, ya no vio la deformidad de su cuerpo, ni la fealdad de su rostro; que su joroba ya no le pareció sino la postura de un hombre que se da importancia, y su cojera tan notoria hasta entonces a los ojos de ella, la veía ahora como un ademán, que sus ojos bizcos le parecían aún más penetrantes, en cuya alteración veía ella el signo de un violento exceso de amor y, por último, que su gruesa nariz enrojecida tenía algo de heroico y marcial.
Comoquiera que fuese, la princesa le prometió en el acto que se casaría con él, siempre que obtuviera el consentimiento del rey su padre.
El rey, sabiendo que su hija sentía gran estimación por Riquet-el-del-Copete, a quien, por lo demás, él consideraba un príncipe muy inteligente y muy sabio, lo recibió complacido como yerno.
Al día siguiente mismo se celebraron las bodas, tal como Riquet-el-del-Copete lo tenía previsto y de acuerdo a las órdenes que había impartido con mucha anticipación.

CHARLES PERRAULT

FIN

jueves, 22 de noviembre de 2012

Capítulo 1: El misterio (VÍCTOR)


CAPÍTULO 1:
Perdidos en el bosque


Erase una vez una familia que decidió ir a visitar a unos tíos que vivían en el bosque. El padre se llamaba  Avelino, la madre, Raquel y el hijo Alex. Vivían en la otra punta del pueblo y para ir había que recorrer 12 km. Cogieron el coche y pararon al principio del bosque. Iban a andar hasta la casa de sus tíos atravesando el bosque. La familia se puso en marcha pero a medida que avanzaban se veía menos. Estaba anocheciendo y Avelino decidió que debían parar y dormir algunas horas en el bosque para reponer fuerzas.
No tenían ni comida ni bebida, sólo tenían un mechero, una cantimplora vacía de metal y una navaja. Estaban muertos de sed. Por la noche había llovido y hacía frío así que Avelino decidió coger el agua de un charco y, con el mechero encender una hoguera para hervir el agua. Mientras tanto, Alex y Raquel, hicieron un refugio.
La familia había bebido agua, pero tenían hambre. Avelino decidió ir a cazar para alimentar a su familia. De repente vio un ciervo y tras muchos intentos consiguió matarle. Cuando llegó toda la familia le abrazó orgullosa, y rápidamente se pusieron a asar al ciervo. Nunca habían probado su carne pero tenían tanta hambre que les pareció un manjar exquisito.
Pasaron la noche en el refugio, y se estaba  bastante cómodo a pesar del frío. Permanecieron allí alguna noche más y, al final el refugio se fue convirtiendo en algo muy similar a un hogar. Ya tenían agua potable, carne de jabalíes, de ciervo y la cabaña hecha con ramas y hojas. Tenían abrigos de pieles de animales y unas lanzas de madera.
De repente apareció un jabalí enfadado y destrozó el refugio. Intentó atacar a la familia pero el padre, cogió la lanza y lo mató. Ya tenían mucha comida: dos jabalíes,  tres ciervos y lagartos.
Habían perdido todo lo que tenían, que no era mucho. Entre toda la familia reconstruyeron el refugio.


Ya estaba anocheciendo así que nada más terminar el refugio  se fueron a dormir. A media noche oyeron un ruido muy grande y salieron a ver que pasaba. El padre fue el único que se atrevió, pero al escuchar una segunda vez el ruido se asustó. Pese al miedo decidieron salir todos juntos como siempre habían estado. ¡No se lo podían creer! Era…

CONTINUARÁ.........

El castillo de irás y no volverás. Cuentos populares


miércoles, 21 de noviembre de 2012

El traje nuevo del Emperador. Cuentos populares

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.



Capítulo 1: El secuestro de la anciana (JOSÉ)


Capítulo 1:
El secuestro

Era un caluroso día de verano, en una gran ciudad. En el centro, había un piso donde vivía una anciana,  que se llamaba Eugenia. La anciana era alta, con chepa y también un poco gruñona. Eugenia vivía con su marido al que, los que le conocían lo llamaban Rome, pero en realidad, se llamaba Romeo. Ellos dos eran muy felices juntos. Un día Eugenia salió a comprar en coche a una tienda lejana a su casa. Cuando llegó a la tienda vio que no había nadie, solo  estaba el dueño y la dependienta. A la anciana le extrañó que la dependienta y el dueño estaban muy tapados por lo tanto no se les veía la cara. Eugenia asustada se acercó a ellos con la intención de pedir lo que quería. En ese momento, se cerraron las puertas y el jefe sacó una jeringuilla y se la inyectó. En unos minutos la anciana se durmió. El jefe y la dependienta la llevaron a una casa en otra ciudad muy alejada del pueblo. En su casa Romeo la esperaba pacientemente junto a su perro Rufino. Era joven, alegre  y juguetón.



Nunca se separaban de él. Pasó un largo rato y Romeo al ver que no regresaba, fue a la policía. 
-¡Necesito ayuda! ¡Mi mujer ha desaparecido; buscadla por favor! -dijo desesperado.
-Cálmese señor, cálmese. -dijo el guardia. -Por favor, díganos como es su mujer.
-Mi mujer es alta, con chepa y también un poco gruñona. 
Después de un tiempo les llamaron los del cuartel general y le dijeron que no la habían encontrado.
Días después Rome pasó por una galería de arte, donde había cuadros de Bouguereau, Sandy’s, Kramskoi, Cassatt, Renoir, Leonardo y muchos más. En esa galería había dos millones cuatrocientos cincuenta y nueve mil  novecientos setenta y tres cuadros, y, de todos ellos hubo uno que le llamó la atención. Era muy grande, con un marco muy viejo y con un dibujo de un anciano y una anciana. Parecía como si fuera de verdad. Más tarde, esa misma noche cuando la galería de arte estaba cerrada, del cuadro del anciano y la anciana, la anciana se levantó, fue a la casa de Romeo y de Eugenia a consolar a Romeo.
-       No te preocupes. Tú mujer te espera.
-       Ya, pero ha desaparecido y no sé dónde está.
-   Tal vez tú no lo sepas, pero yo sí. Se encuentra en la otra punta de la ciudad, en un edificio parecido a una fábrica abandonada.
Al día siguiente, nada más levantarse, Romeo fue a la comisaría de policía o como la llamaban en su país ’’El ayuntamiento de la policía’’.
El jefe llamó a las otras cuarenta y nueve comisarías de policía y tuvieron  veinte equipos listos enseguida. Los veinte equipos fueron a la fábrica abandonada en coches y en helicópteros. Diez equipos fueron en coche y los otros diez equipos en helicópteros. Cuando llegaron a la fábrica no había nadie. Uno de los artificieros, localizó bombas en las vigas del edificio. En ese momento, todos salieron tan deprisa como unos ratoncillos huyendo de un gato. Nada más salir, el edificio explotó. Todos estaban a salvo pero a Rome le daba igual; no habían encontrado a su mujer.

CONTINUARÁ.............

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